jueves, 8 de julio de 2010




Me agarro del brazo de la noche y salimos a la calle. Ella apaga cuidadosa el sol y el intenso calor; yo me encargo de distinguir una nueva luz y de encender un fuego muy distinto al diurno. Con mi sonrisa y ese candor comenzando a invadir mi sangre, damos por inaugurada la otra mitad del “día”. Tan antagónica, tan dulce y breve.

Suelto a la noche, permitiéndonos a ambas perdernos dentro de ella; yo copa en mano, ella entrando y saliendo de miles de bares, calles, fiestas y personas.

Con el primer trago (apenas un sorbo), todo se vuelve cálido y divertido. Varios perfumes despiertan a mi olfato y uno de ellos, dulzón y suave, destaca llamando mi atención. Lo busco a ciegas, moviéndome cómodamente entre gente borrosa e indefinida. Termino frente a una interesante belleza que se ríe conmigo. No le importa lo que bebo, ni porque sonrió, ni siquiera el que solo a la noche le permita ser mi compañera constante. Unicamente quiere bailar y yo, de repente, también. Me deslizo hasta la pista de baile, sabiendo que me seguirá.

Mas risas dan comienzo a una partida de ajedrez con nuestros propios cuerpos como piezas y la discoteca funcionando de tablero improvisado. Desde el primer movimiento se deja entrever un final en tablas; ninguna busca ganar o perder, solo entretenernos. Vamos tras esa deliciosa facilidad que acompaña a la falta de preocupaciones. Todo se torna tan sencillo cuando no importa nada, excepto jugar y divertirse... Incluso que pueda llegar el final, por esta vez, no provoca miedo. Sabemos que el amanecer actuará como un árbitro indicando el final de la partida. Esa es la única regla dictada en este juego que acabamos de inventar y que al mismo tiempo es tan viejo.

No necesitamos nada más que nuestras jugadas... Que suban la música, que bajen las luces... que no dejemos de bailar.

Y resulta inverosímil el cómo, durante una breve fracción de segundos, este pasatiempo logra convertirse en cuanto creo necesitar. Sé que no es suficiente, pero al menos por esta noche cesaran los sueños y las pesadillas. Podré limitarme a jugar como una niña y a dar esquinazo a un dolor que me volverá a alcanzar en dos zancadas, convirtiéndome en una adulta que no baila, no sonríe y sí teme a los finales, porque vive en uno constante.

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