Soy como el perro de Pavlov, pero cambiamos el timbre por tu sonrisa.
Es
verla y echarme a babear.
Sé que ya no hay chuche después, que no le seguirán
besos ni lametones.
Pero es un acto reflejo.
¿De eso trataba el experimento,
no?
Yo soy tu resultado: un perro entrenado para jadear cuando querría
ladrarte.
Y ese charco de baba lo
único que queda en el laboratorio al final de nuestra jornada.