jueves, 8 de julio de 2010




Me agarro del brazo de la noche y salimos a la calle. Ella apaga cuidadosa el sol y el intenso calor; yo me encargo de distinguir una nueva luz y de encender un fuego muy distinto al diurno. Con mi sonrisa y ese candor comenzando a invadir mi sangre, damos por inaugurada la otra mitad del “día”. Tan antagónica, tan dulce y breve.

Suelto a la noche, permitiéndonos a ambas perdernos dentro de ella; yo copa en mano, ella entrando y saliendo de miles de bares, calles, fiestas y personas.

Con el primer trago (apenas un sorbo), todo se vuelve cálido y divertido. Varios perfumes despiertan a mi olfato y uno de ellos, dulzón y suave, destaca llamando mi atención. Lo busco a ciegas, moviéndome cómodamente entre gente borrosa e indefinida. Termino frente a una interesante belleza que se ríe conmigo. No le importa lo que bebo, ni porque sonrió, ni siquiera el que solo a la noche le permita ser mi compañera constante. Unicamente quiere bailar y yo, de repente, también. Me deslizo hasta la pista de baile, sabiendo que me seguirá.