lunes, 14 de junio de 2010

Teoría y Práctica sobre: "como acabar de princesa de un cuento infinito, 2ª parte"



“Tú no debías estar aquí” Jamás te lo dije. Hubiera sido una crueldad (y no hay peor clase de crueldad que las innecesarias). Al fin y al cabo, las dos lo sabíamos. Cada vez que el eco se hacía con los silenciosos pasillos del castillo, no nos traía de vuelta nuestras conversaciones, sino su nombre. Sonreíamos y fingíamos no escucharlo, nos dábamos la mano y echábamos a andar por las habitaciones de una fortaleza en la que tú nunca debiste entrar ni yo dejarte hacerlo.

Fue un lapsus, un pequeño error que ambas intentamos convertir en acierto. “Pero no podía funcionar”. Eso tampoco te lo dije nunca. ¿Para qué? Más crueldades inútiles, tú misma me repetías esa afirmación día a día con cada mirada rota.


Nuestro “erase una vez” comenzó cuando entendiste las puertas abiertas y el puente levadizo bajado, como una invitación a entrar. Y no estabas tan equivocada. Solo que no iba dirigida a ti. Además de la entrada principal, las ventanas, cada balistraria y el rastrillo, se hallaban completamente abiertos y sin custodia alguna. Te gustó mi fortaleza y pensaste que habías encontrado un lugar cálido y acogedor, donde poder asomarte y quizás acomodar una alcoba para ti.

Y yo… no dije nada. Me empeñé en creer que en un Castillo con tantas habitaciones alguna podría ser para ti. Pero no querías dormir en cualquiera, en secreto (o no tanto) tú deseabas compartir la mía. Al principio ni siquiera sabías que la propia anfitriona con quien pretendías disfrutar de ese aposento, no entraba allí jamás. Pasaba el tiempo (demasiado tiempo....) observando desde las torres más altas de mi castillo, confiando en que Ella regresara, y pudiéramos contemplar los paisajes juntas... como alguna vez hicimos.


“¿A quién esperas?” Nunca me lo preguntaste. Al menos no directamente. Tú misma terminaste respondiéndote a algo que no querías escuchar en voz alta y de mis labios. Montaste solita el puzzle con todas las pistas que ibas encontrando. No siempre anduve sola por estos corredores… alguna vez me lo insinuaste y alguna vez te lo admití. Otra mujer había sido dueña y señora del castillo y de cada objeto dentro de él, incluida yo. Y comenzaste a temer que el hecho de no estar ya allí no le arrebataba ese dominio.

Encontraste estancias saturadas de recuerdos, y las cerraste procurando no olvidarte nada fuera o a mi vista, creyendo que así quedaban atrás. En otras sin embargo hallaste un vació sepulcral, como si se hubieran despejado a la espera de que alguien se mudara allí y las ocupara con sus propias cosas. También intentaste solucionar eso. Probaste a llenarlas con objetos y recuerdos tuyos, con tu forma de ser y de quererme. Pero las habitaciones se resistieron a ello. Si alguna vez lograbas conseguirlo, ellas crecían y cambiaban de forma, convirtiendo tus intentos en nimiedades. Duele imaginar que esa habitacional forma de actuar era solo el reflejo de lo que su dueña deseaba en secreto (o no tanto).

Intentaste negarte cada evidencia, y yo en ocasiones intentaba ayudarte a intentarlo. Pero no lo conseguimos. Sabías que el castillo abierto a espuertas era una invitación, pero no para ti; anhelaba compañía, incluso estaba dispuesta a una mudanza que convirtiera mi castillo en “nuestro”, pero nunca te pedí que trajeras tus cosas.

Y yo... continué sin decir nada. El silencio fue más evidente y doloroso que cualquier frase. Sabía que en un tiempo no muy remoto, mi fortaleza había sido mi mayor defensa, y nunca estuve dispuesta a admitir dentro a nadie más. Hasta que llegó ella. Los peores invitados son aquellos a los que no invitas a entrar, pero les ruegas para que no se marchen... Al irse, imaginé una y mil historias. Simples excusas que pretendían explicar por que no estaba, y que me hacían dar por supuesto que volvería. Debía estar atenta y preparada para cuando ella regresara, cargada con todas sus cosas y dispuesta a quedarse sólo conmigo. Pero no ocurrió. Y entendí que desde entonces había dejado de temer la llegada de gente a mis tierras. Ya no esperaba enemigos (no habría ninguno más peligroso que ella), ni visitas (ninguna podría ser tan perfecta como ella), ni siquiera a mi (sin ella, ¿para qué?). A ti te había dejado entrar, sí, pero siempre había tenido claro que también te dejaba ir en cuanto quisieras. Simplemente había perdido importancia lo que pudiera ocurrir dentro del castillo. Ahora sonrío sin ganas. Al menos ella me dejo algo de recuerdo: la mejor de las protecciones. Sin fortaleza que querer defender, nadie tendría nada que asaltar y robarme.


Nos rendimos al mismo tiempo. A ti no te quedaban fuerzas para luchar contra habitaciones y recuerdos imbatibles, a mi solo me quedaban ganas de estar sola y abandonar el castillo. Y salimos juntas de allí. Tú hablando de que quizás... igual... si intentábamos... pero hablabas bajito, sin energía ni convicción. Y yo salí sin contestarte, cerrando las cortinas, echando los cerrojos y dejando dentro al silencio y la oscuridad como únicos habitantes.

No había otro final posible para esta fábula... Ahora somos dos princesas de un cuento infinito en el reino. Una en busca de nuevas invitaciones a castillos y palacios que si merezcan una persona de su valor; y otra vagando sin destino claro, sin su prófuga reina y sin castillo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario