sábado, 19 de febrero de 2011




Siempre con las astas listas. La cabeza gacha, el cuello tenso, las piernas medio flexionadas y una pezuña removiendo la tierra con rápidas pasadas. Nunca disfrute de la violencia, pero si se trataba de protegerme, no escatimaba en fuerza. Acompañaba la posición de defensa con fuertes resoples de nariz y dos ojos mirando al frente desde abajo. No perdía ojo de un solo detalle, y podía pasar tanto tiempo sin que cambiara de postura. Completamente preparada para embestir en cuanto alguien pretendiera cruzar los alrededores...


La primera vez que nos vimos sonreímos de soslayo, no sé quién primero, y te colocaste junto a mí, haciéndome llegar tu perfume. Lo advertí y recordé para siempre desde la primera olisqueada. Pero sin perder la posición ni un instante, por supuesto. Tú te entretuviste entonces recorriendo mi lomo con encantadoras caricias, riéndote tan cerca de mi oído que las carcajadas vibraban en mi rostro, y rozando mi hocico con suavidad y calma, toda la calma que yo necesitaba. En esos momentos, podía reclinar el morro hacia ti, relajar mi cuello, e incluso detener mi pezuña y dejar de levantar polvo. Aunque eso no cambiaba nada. Nadie tenía permiso para acercarse, ni mostrar intención alguna de hacerlo.



La primera vez que añoré tus caricias y tu risa, comprendí mi error. Tanto tiempo lista para arremeter ante el más mínimo movimiento a mí alrededor, y tú te encontrabas junto a mí. No siempre, solo a ratos, y no toda tú, solo tus caricias que no tenían porque traer promesas consigo, tus dulces palabras que yo interpretaba más edulcoradas de lo que probablemente eran, y tu tranquila presencia rodeada de tu increíble perfume.


¿Cómo había ocurrido? Una vida dedicada a evitar que ocurriera todo lo que tú habías conseguido y lo advertía cuando ya te alejabas. Llegaste sin intentar acercarte por la espalda o cuando me hallara despistada; desde el primer momento entendí que te dirigías hacia mí y no me moví. Ni para huir ni para arrollarte. Nunca deje de ser una fiera, pero cuando llegaste a mi vera, se me olvidó recordarlo. Y ahí estabas de repente... o no. Te alejabas, te acercabas, y volvías a poner distancia. Y yo te miraba confundida, reclinando mi cabeza, olvidando mis astas y recordando solo tus malditas caricias. Entonces, sonreías halagada y regresabas otro ratito más. Hasta que ya no hubo más ratitos, hasta que solo obtuve recuerdos, sin importar cuanto llegara a recostarme y mirarte desde mi “protegido” terreno.


Tú ya no estabas allí.


Deje de agachar la cabeza, mi pezuña regresó a su tediosa costumbre de remover la tierra y mi cuello recuperó su salvaje forma de tensarse. Pero no, ya no hay ganas de embestir... yo, que siempre fui quien atacó primero, quien controlaba cada momento, quien detenía cualquier intención sospechosa a mi alrededor, quien causaba dolor en defensa propia... y no te vi llegar.
Mi dura cabezota comprendió que se huye de lo que se puede huir, y tú no entrabas dentro de ese grupo. La fiera se recreaba con los enemigos que no suponíann peligro alguno... pero tú me descubriste que hay quienes pueden convertirte en un cachorro sin importar todo lo que hagas por evitarlo.



Se que aun luzco mis astas, pero quiero pensar que es pura fachada, una simple advertencia para alejar a curiosos. Porque ya no quiero usarlas… No me sirven para lo que las necesito y no me gusta para lo que las uso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario